Contratapa ©2003 |
Frescos de Amor
Franz Kafka
Recibí una tarjeta postal dentro de un sobre. Aunque seas mi hermano y la costumbre me haya predispuesto a entender, somos casi dos desconocidos. El no vernos hizo que sepultara ciertos gestos. Nada me gusta que al instante no reconozca ajeno, tuyo. Querrías que viajara, esta vez tu insistencia tiene el
carácter de un imperativo Hemos dejado pasar demasiado tiempo;
ningún pretexto podría volver menos injusta la distancia.
Estás viviendo junto al mar, un sitio donde los recuerdos
parecen ensañarse. Hay un abismo irónico entre lo que sé y aquello que me incita a recordar, una verdad más intensa que cualquier reflexión. Me guío por mapas incorrectos y otras ayudas falsas; imagino. Fin y principio sin interferencias, siempre en dirección al vacío. Anner era su nombre: mi madre me encendía como una centella; busco ese esplendor. Golpeo la puerta con las manos, con los pies, al fin se abre. Ella está sentada y mira a la altura de su rostro, del rostro de un adulto. ¿A quién espera? Muerdo esa pregunta, tengo en la lengua telas de araña, aspiro el aire y lo espiro con dificultad. Quiero decir algo como quien intenta saltar o zambullirse. Un abanico se abre dentro de mí. Siento el olor de naranjas maduras. Tuve malos sueños. Hay gente alrededor, un desconocido acompaña la agonía, lee el nombre y la fecha. La luz disuelve el moblaje, las estanterías, el guardarropas. Anner mira como si no tuviera de quien despedirse, luego mira la pared, un pedazo de pared extenso, variado, una demolición. Yo abro los poros, la garganta, las arterias; abro un espacio, una cueva, una brecha, y aliso con la punta de los dedos la ropa que voy poniendo en una valija. Guardo un vidrio oscuro, está rotulado. Debería irme, el combate es largo, desigual y ni siquiera le puedo decir a la adversaria: Me rindo. Una madre tiene sutilezas, si nos crea después nos olvida. Durante la tarde personas extrañas caminan por
distintas partes de la casa; en la sala y en el cuarto de armas
también hay invitados. Nuestro padre está de viaje: -Federica es demasiado pequeña. En aquellas salas de pronto hay sosiego, como si los invitados
pudieran esperar en silencio. Algo me atrae en ellos, el ímpetu
de la llegada, los gestos medidos, su consonancia. Juego con un reloj
de cadena, cubro y descubro las tapas, también río con
otros niños junto a la verja al ver salir de nuestras bocas
niebla. Recuerdo algunos carros y huellas sobre el piso blanco. Oigo
frases de contenido inexplicable. En la cocina mataban peces, cuerpos
plateados en una canasta. Quiero uno. Envuelto en trapos se mueve.
Siento la respiración antes de dormir. Desde las habitaciones
del fondo se escuchan tus gemidos; pocos acuden a mirarte. Cuando el
padre regrese tampoco te verá. Gastón deja de atender a los invitados y se acerca. Lo
espío mientras descuelga los vestidos de Anner; llora como
cuando rompía algo y ella lo increpaba. Nunca le importó
lo que dijera el general. Había cuidado a mi madre desde
niña, fue su guardián en el extranjero. Los años
más felices, solía decir contando la historia de un foulard que encontraron junto al lago. Fue mayordomo en una familia donde reinaba el caos, el caos con los encantos del azar. Poco después la casa pareció deshabitada. Puedo
moverme a voluntad, no existe ningún cuidado. Exploro
corredores, galerías, trepo escaleras. En las paredes del
salón hay cuadros: hombres llenos de orgullo y gratitud,
prisioneros de realidades ilusorias, con uniformes, condecorados;
la expresión de una fe infatigable. Mi soledad tiene tentaciones, todo se vuelve apacible, solemne. Obedezco a leyes absurdas, no hay testimonio de ciclos; la memoria asimila inventos, disloca sucesos aún habiéndolos concebido. Anner murió muy pronto, haces oscuros los cabellos, en las sienes reflejos azules. El silencio, las palabras, sus ademanes, parecían tener un porvenir vasto. Recuerdo su voz: dos minúsculas cuerdas de seda, la voz de alguien que conoce los interrogantes. Improvisación, acordes, sonidos, ella alcanza esos tonos a través de cercos de alambre. Tienta oír su inmediatez. Voz penitente, baladas por el ayer, por la última flor del verano. Es domingo, está oscuro, amenaza llover, seguramente
Orlac mirará viejos álbumes en lugar de asistir a la misa
de oficiales. Busca rostros de la época en que Anner actuaba,
personalidades brillantes, trágicas, fotos con dedicatorias que
ahora posee, cuya fragancia huele mientras habla como si ella
estuviera presente y lo escuchase. Pide que Anner le cuente, él
que siempre impidió que recordara. Sólo le
permitía acunarme en silencio. Anner, para nadie, ni siquiera
para él. Con el mismo ruido de jaula cerrándose abre la tapa y la invita a tocar. Una población ficticia lo rodea, él dirige de pié emitiendo sonidos más y menos altos; otras veces ejecuta instrumentos y otras se limita a suplicar. Son tardes locuaces, habla de no ser aceptado por los músicos, primero con tono humilde pero lentamente esgrime causas con abogados y oficiales de justicia, pasa del sindicato a la corte, la acusa de adulterio. Nunca creyó en su muerte, pensó que lo
engañaron, la historia del médico y el niño era
inverosímil. No admite réplicas. Anner está viva,
la servidumbre debió comprender que si no atendían a la
señora iban a ser despedidos. Sigo a Orlac sobre las mismas piedras en desoladas tardes de
domingo; él habla como siempre que pasea por los patios, habla
con Anner, se conduele, reprocha: Hubo también mañanas en que despertó diciendo: Entre rejas, para mi madre fui una distracción. Me
aferraba a su cuerpo como si hubiese tormenta o soltaba mi mano como
quien se quita un anillo. La anécdota de cómo se habían conocido
nuestros padres era variable, dependía de los aniversarios que
él festejaba patrióticamente; fechas de éxtasis o
de humillación, animales de cristal, pieles, joyas y otros
objetos se iban acumulando en su escritorio. Un general ejerce su
dominio. Nadie puede faltar a recepciones donde se convocan falsas
ceremonias sin poner en duda la razón del superior. El general profiere ofensas contra la enfermera. Hay olor a alcanfor; Celina abotona su vestido blanco, las costuras estallan pero no devuelve agravios. El niño está en la bañadera y la radio confunde sus quejidos con otra clase de programa. Gorda y de blanco tararea canciones, lo irrita. Orlac impide su entrada, también prohíbe el llanto, se enfurece, los echa; asido al vano de la puerta, insulta. La enfermera es un soldado, jamás reacciona, canta versos sueltos de carnavales antiguos. Canta como si fuera sorda. No existió orden que prohibiera hablar de la muerte. Anner está viva, tu no has nacido. El sacerdote consigue una enfermera para los cuidados de Javier: así te nombran. El olor, las luces, los ruidos en la parte posterior de la casa molestan al general. Más tarde la mujer partiría y tu crianza hubo de quedar a mi cargo sin ninguna consigna. No sabes que soy tu hermana, esa palabra no se pronuncia. Una noche cedí a la atracción del piano,
toqué al principio con precaución como si tuviese que
dormir una inquietud intensa; cada nota flotaba con alegría
creciente. Hay algo conmovedor en recorrer teclas que siguen un ritmo
inesperado. Existen circunstancias que propenden a la
duplicación, lo innecesario empuja al movimiento. Pude sentir
tus pasos a mis espaldas, desde la puerta del salón hasta el
círculo de luz que me envolvía. Eras la réplica de
mi propia figura cuando en puntas de pie me acercaba a esos sonidos
temerosa de que Anner se diese vuelta, temerosa de interrumpirla.
Tenía sus manos tan presentes que en un momento creí
verlas sobre el teclado: dos veces vivo mi amor por ella, dos veces
imperdonable tu aparición. Despierto cuando la lluvia recrudece, ondean por el cuarto
numerosas banderas. Demoro en reconocer los muebles, todo tiene un
sentido arbitrario. Me miras con aire extraviado; un nuevo tono
atraviesa tu carne, esa transparencia de uvas blancas cuando en el
centro entrevemos la sombra de semillas. Surgen señales sinuosas
y veloces. Abro mis manos delante de tus ojos, alimento un capullo, es
como si dijera: "escúchame", pero no hablo.
Debemos inventar un lazo para que te acepten, Javier.
Escribirás cartas desde otra ciudad contando que eres hijo de un
primo inválido del general y necesitas un tutor en el
ejército. Conseguiremos los datos precisos para incorporar el
calco. Enviarás una fotografía donde resalte el parecido,
otra de la vieja casa paterna, aquella en la que se reunían
mientras vivió la abuela, tiránica continencia. Vacilas,
temes que descubra el engaño y se enfurezca, pero eso es
improbable; no podría reconocerte, apenas te ha visto, nunca
admitió tu existencia, acaso conserve el recuerdo del
niño que fuiste, aunque no lo creo. Su atención se
dirigía a la enfermera, cuando se desentendió de Celina
también lo hizo de ti. Nada pudo hacerle pensar que seguiste
viviendo en la casa; eras tan sigiloso, tan calmo, una aleación
de materia orgánica difícil de concebir. |